lunes, 30 de diciembre de 2013

Reflexiones de Fin de Año



Había intentado orinar en los arbustos detrás del estacionamiento pero terminó orinándose en los pantalones.

Yo estaba del otro lado de la avenida, en el extremo opuesto del centro comercial. Mientras esperaba a que dejen de pasar los autos, lo observaba parado entre su silla de ruedas y los arbustos. Al principio no entendía que estaba pasando, pero a medida que crucé la avenida y empecé a acercarme, entendí que estaba intentando bajarse los pantalones.

Un tirón del pantalón, dos tirones del polo; un tirón del pantalón, dos manotazos al aire.

Y así. Para cuando llegué a su lado ya se había orinado. Noté el olor antes que la mancha, apestaba fuerte a urea y había un charco en el piso. Cogí la silla de ruedas.

"¿Quieres que te ayude?"

No estoy segura de su enfermedad, pero claramente es neurológica. No recuerdo la primera vez que lo vi pero lleva aquí años, en la esquina de la puerta de Wong, frente al estacionamiento, en su silla de ruedas.

Por varios años pensé que era pariente de alguno de los que cuidan los autos en el estacionamiento y que probablemente lo dejaban ahí para vigilarlo de cerca. Varias veces lo vi por la calle, siendo empujado por el mismo hombre. O de repente eran distintos hombres, en ese entonces asumía que alguien cuidaba de él siempre. Hasta que un día vi a dos niños empujando la silla de ruedas. Me llamó la atención pero no me quitó el sueño. Luego lo vi solo por la avenida. No sabía bien qué estaba pasando, por sus movimientos no sabía si estaba tratando de avanzar o simplemente estaba parado. Aún cuando está parado no para de moverse. Creo que fue a partir de eso que empecé a realmente observar y me di cuenta que no siempre estaba acompañado. Noté que sus bolsas de pan, fruta, y otros alimentos no siempre venían de las mismas personas. Noté también sus bolsitas de plástico con dinero.

Yo lo único que le había dado hasta ahora era una sonrisa cada vez que lo veía. No me malinterpreten, no recuerdo haber tenido antes la oportunidad de ayudarlo, y estoy segura de que si la hubiera tenido, no la hubiera ignorado. Seré fría e insensible, pero no soy indiferente.

Así que ese día, detrás del estacionamiento, guardé en su bolsita las monedas que estaban sobre su asiento, sujeté con fuerza las manijas de la silla de ruedas y lo ayudé a sentarse.

“¿A dónde te llevo?”

No estaba segura si me iba a responder. Admito que estaba nerviosa; no por él, si no por mi ignorancia sobre cómo asistir a personas con este tipo de discapacidad. Pero no resultó ser tan trágica mi incompetencia.

“Wong.”

Giré la silla de ruedas y empecé a empujarlo hasta la esquina de Wong donde comúnmente se encuentra. Tuve miedo que el peso me ganara a la hora de bajar la rampa hacia la pista, pero felizmente no pasó nada y todos los autos se detuvieron para nosotros.

Balbuceando preguntó por mi nombre y se lo di. Me costó trabajo entenderle.

“Eres linda.”

Me rompió el corazón un poquito. ¿Quién sería su familia? ¿Nació así o fue algo progresivo? ¿Por qué la vida es tan injusta? ¿Lo es realmente?

Todas estas preguntas me hicieron y aún me hacen pensar en lo difícil que debe ser asistir, cuidar de, y convivir con una persona así. No es sólo una carga física encargarse de una persona que no puede valerse por sí misma, sino que es una carga emocional saber que esa persona no podrá disfrutar de muchas cosas. Probablemente no podrá salir a jugar con sus amigos, ni podrá desempeñarse profesionalmente, ni gozar de una pareja y tener hijos.

Difícil, ¿no?

Pero me pregunto qué tan cierto es eso hoy en día. A medida que vamos entendiendo (y perdiéndole el miedo a) las aflicciones que afectan a algunos (no quiero decir “enfermedades, aunque técnicamente son consideradas así) la sociedad avanza en torno a proporcionarles oportunidades para desarrollarse tal como las demás personas. Por ejemplo, hoy en día las personas con Síndrome de Down tienen oportunidad de estudiar, competir en deportes, desarrollarse artísticamente, entre otras cosas. Esto no era así hace algunos años.

Si bien nos falta mucho por recorrer y mucho por comprender (¡y mucha empatía por desarrollar!) creo que vamos avanzando. No obstante, no se trata solo de ponerle empeño. De hecho, la historia que me inspiró a escribir esta entrada no fue la que acabo de contar, si no la siguiente:

Hace poco Mamá me contó que una amiga suya de condición muy humilde dio a luz a un niño con cuatro tipos de discapacidades y enfermedades diferentes.

Pensemos un minuto en el tiempo y dinero que uno invierte en criar a un hijo. Pensemos en la alimentación, consultas médicas, vestido, pañales, muebles, baños, siestas, llantos durante la noche, cambio de pañales. No se preocupen, todo antes de que entre al nido.

Ahora calculemos cuánto más podría significar un niño con (no una, ni dos, ni tres) CUATRO aflicciones distintas. Pensemos en las pruebas diagnósticas, medicinas, equipos, dietas, tratamientos que debe tener aparte de la alimentación regular, consultas médicas, vestido, pañales, muebles, baños, siestas, llantos durante la noche y cambio de pañales.

¿Tienen alguna idea? Porque yo no tengo ni la más mínima.

Sería bueno que toda la plata que gasta Justin Bieber en que sus guardaespaldas lo carguen por la Gran Muralla China se invierta en cambio en proporcionar calidad de vida a las personas que lo necesitan. Pero lamentablemente no es así, y sólo me queda preguntarme cómo hará esta pobre mujer y su marido para solventar los gastos de su pequeño.

Parece injusto, ¿no?

A mí me parece más injusto aún que quien se haga estas preguntas sea yo en vez de Justin Bieber. No es cuestión de quién tiene o no el dinero para hacer la diferencia, es cuestión de quién mira a su alrededor y se hace las preguntas. A quién le importa y quién actúa en torno a ello. Quizás en este momento de mi vida no tengo dinero para ayudar a darle una mejor vida a ese hombre en la calle, pero sí tengo tiempo para llevarlo a donde necesite ir cada vez que se me presente la oportunidad.

Y estoy segura que ni todo el oro de China podría poner mi entusiasmo en esos dos guardaespaldas.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

"Todo por amor, nada por la fuerza."



“Todo por amor, nada por la fuerza” leía el adhesivo en el parachoques del auto que nos ofrecía llevarnos a Oxapampa. Era muy temprano en la mañana y después de ni-quiero-recordar cuantas horas viajando en bus, no tenía prisa por subirme a otro vehículo.

La Merced nos recibió húmeda y un poco calurosa. Nuestro bus fue el primero en llegar de Lima, así que el enamorado y yo nos sentamos en una de las bancas de la terminal terrestre a esperar al resto del grupo.

La chica me llamó la atención desde el inicio a pesar de que no había nada aparentemente sobresaliente en ella. No era su apariencia, si no su semblante, sus gestos. Me daba la impresión que estaba esperando o buscando a alguien. Por un momento pensé que era una prostituta, pero no tenía sentido encontrar a una prostituta a esas horas de la mañana en una terminal terrestre llena de familias con niños. Y su ropa tampoco era sugerente de lo mismo.

Noté que constantemente nos miraba de reojo. El enamorado nunca jamás se dio cuenta de nada, pero siendo yo la persona paranoica y celosa que soy (aunque lo tengo muy bien controlado, gracias) me senté decididamente al costado del enamorado, tiré mis piernas sobre mi maletín y cogí con firmeza la mochila. No lo tomen a mal, no tengo nada en contra de las prostitutas, pero había algo que hacía sonar una pequeña alarma en mi cabeza. Sin embargo, la alarma era por otra razón. Al rato me preguntó si los buses con destino a Huancayo se tomaban ahí.

¿Ah?

No solo el enamorado y yo acabábamos de llegar, obviamente ella llevaba mucho más tiempo ahí que nosotros, y nos encontrábamos en una terminal terrestre, sino que constantemente los choferes gritaban sus destinos a todo pulmón por todo el paradero. Huancayo era uno de ellos.

Claramente no era una pregunta honesta, si no que buscaba entablar conversación. Le expliqué que sí había buses, pero que seguramente las encargadas de cada agencia (que eran varias) le podrían dar más información.

Ah, ya.

Completamente consiente que probablemente me iba a pedir dinero, mandé al enamorado a comprar agua y le dí otras sugerencias de viaje, sabiendo que eso la incentivaría a seguir la conversación. Admito que no solo era por compasión y el querer ayudar al prójimo, si no también sentía curiosidad. Ahí fue donde dijo comenzó a decir lo que realmente quería decir.

No recuerdo su nombre, pero había llegado a La Merced hace unas semanas porque le habían ofrecido un trabajo en un restaurante. El restaurante resultó ser solo una fachada para un burdel. Me contó que al principio no le pedían ese tipo de trabajo, pero inevitablemente llegó el momento y ella se negó.

No me daba la impresión de ser una persona de carácter fuerte, pero ante una situación como esa, cualquier tipo de resistencia es admirable, aunque haya sido a base de lágrimas y llanto. Y efectivamente a la chica se le caían las lágrimas mientras me contaba. Me imagino que si yo hubiera cedido un poco, hubiera roto en llanto, pero me quedé fuerte en mi actitud de no tolerar una escena en medio de la terminal. No por mí, sino por darle fuerza a ella (es cierto!)

Al negarse le quitaron todas sus cosas y la botaron a la calle. No tenía dinero, ropa, ni documentos de identidad. Había conseguido un sol en la calle y estaba tratando de llamar a su familia en Huancayo para que la recojan. Hasta ahora no había tenido suerte en contactarlos, y ante la falta de cobijo optó por esperar en la terminal terrestre. Llevaba horas sentada ahí.

Cuando el enamorado regresó con agua, le di una botella y unos paquetes de galletas que había traído en mi maletín. Después de un rato de comer y tomar agua (ella con más ansias que yo) comenzamos a discutir sus opciones. O mejor dicho, yo empecé a discutir sus opciones en frente de ella. No la culpo, yo también me hubiera sentido mareada y confundida en una situación así- Dios nos libre de alguna vez encontrarnos en sus zapatos!

Finalmente, convencida de la veracidad de su historia, opté por comprarle el pasaje a Huancayo. No cargaba mucho dinero y sabía que probablemente después iba a tener que dejar de comer un día por hacerlo, pero ¿cómo no iba a hacerlo? Honestamente, REALMENTE, ¿cómo no hacerlo?

Si bien me he encontrado en situaciones un tanto extremas más de una vez, considero que Dios siempre me ha dado las herramientas para superarlas – sea a través de personas, habilidades, conocimiento, actitud, etc.
En este caso, la herramienta de esta chica fui yo. ¿Cómo no responder a eso?

Siendo la persona cínica, escéptica y desconfiada que soy (soy terrible!!) yo misma le compré el pasaje en la agencia. Me abrazó infinitamente y se puso a llorar de nuevo.

La vi subir al bus mientras regresaba con el enamorado. Para ese entonces ya había llegado el resto del grupo y todos me miraron con curiosidad, pero solo una me preguntó si todo estaba bien. Le dije que si, que solo estaba ayudando a la chica a comprar un pasaje.

Y así fue.